Se llaman así por su forma de sombrero(1). Este es el modo más sencillo de hacerlos y que resultan menos dañinos para el estómago.
180 gr. de ricotta(2) o media ricotta y medio queso raveggiolo(3). Media pechuga de capón cocida en mantequilla, condimentada con sal y pimienta, y triturada fina fina con la media luna. 30 gr. de parmesano rallado. Huevos, uno entero y una yema. Aroma de nuez moscada, pocas especias, cáscara de limón a quien le guste. Una pizca de sal.
Probad la mezcla para poderla corregir en su caso, porque los ingredientes no son siempre iguales. A falta de pechuga de capón, suplidla con 100 de magro de cerdo, del lomo, cocido y condicionado de la misma forma.
Si la ricotta o el raveggiolo fuesen muy blandos, no incorporéis la clara de huevo o añadid otra yema si la mezcla quedase demasiado sólida.
Para cerrarlo haced una hoja más bien suave de harina trabajada con sólo huevos sirviéndoos incluso de alguna clara que tengáis, y cortadla con un disco redondo del tamaño de éste indicado en esta
página. Poned la farsa en medio de los discos y plegadlos en dos formando así una media luna; después coged las dos extremidades de la misma, plegadlas juntas y tendréis el cappelletto hecho.
Disco para los Cappelletti
Si la hoja se os reseca en la mano, mojad con agua con un dedo los bordes de los discos. Esta menestra para hacerla más agradable de sabor pide el caldo de capón, de ese animal tarumba que por sus bondades en la solemnidad de Navidad se ofrece en holocausto a los hombres.
Coced entonces los cappelletti en su caldo como se hace en Romaña, donde encontraréis en ese día citado héroes que se jacten de haber comido cientos; pero se da el caso de reventar, como le ha ocurrido a un conocido mío. Para un comensal discreto son suficientes dos docenas.
A propósito de esta menestra os narraré un acontecimiento, si queremos de poca importancia, pero que puede dar argumento para reflexionar.
Tenéis entonces que saber que de calentarse los cascos en los libros, los señores de Romaña no quieren saber nada, quizá porque desde la infancia los niños se acostumbran a ver a los padres en cualquier otro intento menos el de hojear libros y quizá también porque, siendo un pueblo donde se puede gozar de la vida con poco, no se crea necesaria tanta instrucción; por tanto el noventa por ciento, a decir poco, de los jovenzuelos, cuando han hecho la enseñanza media, se tiran al pozo, y podéis tener un buen ronzal que no se mueven. Hasta este punto llegaron con el hijo Carlino, marido y mujer, a un pueblecito de la baja Romaña; pero el padre que se las daba de progresista, para poder dejar al hijo suficientemente provisto, habría deseado hacer de él un abogado y, quién sabe, quizá incluso un diputado, porque de uno a otro el paso es breve.
Después de muchos discursos, consejos y contrastes en familia se decidió la gran separación para mandar a Carlino a continuar los estudios en una gran ciudad, y como Ferrara era la más cercana fue por esto escogida. El padre lo condujo, con el corazón hinchado de congoja habiéndolo debido arrancar del seno de la tierna mamá que lo mojaba de llanto.
No había pasado todavía una semana entera cuando los padres se habían puesto sobre la mesa una menestra de cappelletti, y después de un largo silencio y de algún suspiro de la buena madre se desbordó:
- ¡Oh, si estuviera nuestro Carlino que le gustaban tanto los cappelletti!- Apenas habían sido proferidas estas palabras se sintió llamar a la puerta de la calle, y después de un momento, apareció Carlino lanzándose felizmente en medio de la sala.
- ¡Oh, caballo de retorno!, -exclama el abuelo- ¿qué ha pasado? -Ha pasado -respondió Carlino- que el pudrirse encima de los libros no es asunto para mí y que me haré cortar a trozos antes que volver a aquella cárcel-. La buena madre regocijada de alegría corrió a abrazar a su hijito y dirigiéndose a su marido: -Déjalo estar, dijo, mejor un asno vivo que un doctor muerto; tendrá bastante de lo que ocuparse con sus intereses-. En efecto, desde entonces en adelante los intereses de Carlino fueron un fusil y un perro de caza, un fogoso caballo pegado a un bonita silla y continuos asaltos a las jóvenes agricultoras.
No había pasado todavía una semana entera cuando los padres se habían puesto sobre la mesa una menestra de cappelletti, y después de un largo silencio y de algún suspiro de la buena madre se desbordó:
- ¡Oh, si estuviera nuestro Carlino que le gustaban tanto los cappelletti!- Apenas habían sido proferidas estas palabras se sintió llamar a la puerta de la calle, y después de un momento, apareció Carlino lanzándose felizmente en medio de la sala.
- ¡Oh, caballo de retorno!, -exclama el abuelo- ¿qué ha pasado? -Ha pasado -respondió Carlino- que el pudrirse encima de los libros no es asunto para mí y que me haré cortar a trozos antes que volver a aquella cárcel-. La buena madre regocijada de alegría corrió a abrazar a su hijito y dirigiéndose a su marido: -Déjalo estar, dijo, mejor un asno vivo que un doctor muerto; tendrá bastante de lo que ocuparse con sus intereses-. En efecto, desde entonces en adelante los intereses de Carlino fueron un fusil y un perro de caza, un fogoso caballo pegado a un bonita silla y continuos asaltos a las jóvenes agricultoras.
(1): cappello, en el original (N. de la T.)
(2): parecida el requesón (N. de la T.)
(3): queso fresco de leche de oveja o de cabra que se presenta enpequeñas porciones aplastadas (N de la T.)
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